Eran apenas las diez de la mañana cuando perdí la vista: los de alrededor dejaron de tener rostro, se convirtieron en figuras en movimiento sin ojos, sin boca, sin nariz… Era incapaz de asociar las palabras —que emergían de sus bocas invisibles— con un significado. No era capaz de pensar, ni siquiera en la posibilidad de morir.
Pasado un rato, todo volvió a la relativa normalidad de una intensa cefalea.
Morir trabajando: ¿puede haber algo peor? Lo dudo. Pienso en todas esas personas a las que la fecha de caducidad sorprendió en el trabajo y siento por ellas una lástima atroz, profunda, desgarradora: sin duda, la más indigna de las muertes.
La mutua me comunica que acelerará el proceso cuanto pueda: una resonancia magnética, una cita con el neurólogo, varias pruebas que no entiendo. Me sentiría agradecido, pero sé que su interés nada tiene que ver con mi bienestar: buscan descartar un cáncer, un ataque isquémico masivo, cualquier cosa que implique una baja prolongada o, en el peor de los casos, la pérdida de un activo empresarial con más de una década de experiencia en el sector.
Para la empresa es una putada. En caso de que sea cáncer —un agresivo tumor alojado en el cerebro—, podría quedar medio vegetal, lo que supondría una profunda incompatibilidad ética con el despido. Ese sería, sin duda, el peor de los escenarios —para ellos.
Me digo que morirse no debe ser tan malo: «Come mierda, millones de moscas no pueden estar equivocadas».
Pero solo morir en el trabajo puede ser peor que hacerlo —enfermo— en una cama de hospital.
Me digo que la muerte es, quizá, lo más íntimo que una persona alcanza a experimentar en toda su vida. En ese punto, uno está solo; solo llegaste, y solo te irás. El resto, parafernalia, la mayor parte absurda.
Por supuesto que hubo cosas buenas: amaneceres bucólicos, ofrendas de intimidad, alegrías cárnicas, eufóricas fiestas, algún que otro éxito que, como todo, es pasajero.
Me lo tomo con humor, y elaboro una lista mental de diez motivos por los que merece la pena morir:
- No volver a trabajar.
- Dejar de pagar facturas.
- No más discusiones sobre política.
- No más dolor, ni físico ni espiritual —el peor de ellos.
- Se acabó el miedo a la muerte.
- Toda aspiración reducida a un asunto pendiente que a nadie importa.
- Secuestrar la mente de quienes me conocen —el cuarto de hora de fama prometido.
- La crisis de la vivienda se la comerán otros.
- Los veranos son cada vez más tórridos.
- Por fin conoceré a Dios, exista o no.
No merece la pena elaborar una lista con los diez motivos por los que sería una putada estirar la pata. Eso sería terrible. El chiste dejaría de tener gracia.