Team building

No tengo nombre: soy una cucaracha, ninguna lo tenemos.

Por cierto: estamos en todas partes, a todas horas, sin importar el grado de limpieza.

Llevo dos meses viviendo en una agencia de medios —en realidad es una tecnológica que se vende como agencia de medios—. Las vistas son espectaculares: una panorámica perfecta de Paseo de Gracia. Menudo ático. Cuando se lo cuento a las nómadas —cucarachas que, de paso, se dejan caer por el lugar para reponer fuerzas— no se lo creen. Tampoco se atreven a comprobarlo, las muy necias. Me da igual: son solo cucarachas.

Las seis y media. Cerca de la mitad de la plantilla sigue en su puesto: «Mentalidad de tiburón», me digo, guiada por el cinismo.

En una de las salas de la segunda planta, el equipo más joven lleva a cabo algo llamado team building: unos frente a otros, en círculo, se preparan para confesar algo positivo y algo negativo acerca de cada compañero. Por enfermizo que pueda sonar, es una práctica habitual en el sector: deleznable, denigrante, espeluznante; casi psicopática. El condimento perfecto para el mantra de control de «Somos familia».

¿Os imagináis un team building entre cucarachas? Qué dirían de mí: «Masca la mierda muy bien, pero es un poco egoísta». O quizá: «Es educada: no defeca donde comemos, pero porta salmonela y hepatitis C, la muy cerda».

La ronda de halagos y mezquindades parte de Daniel, la nueva incorporación: un chaval de veintiún años que pringa doce horas al día por menos de veinte mil euros al año. Empieza por el segundo de a bordo, un account manager de treinta y tantos largos:

– Gabriel, eres uno de los mejores profesionales con los que he trabajado, pero te pones nervioso muy rápido y no sabes desconectar.

Eso son dos cosas negativas frente a una positiva.

Rompo a reír como lo hacemos las cucarachas: silenciosas, invisibles, indivisibles. Alegres. Porque, pese a lo que se cree, en tanto que pasamos la vida entre mierda, somos muy alegres: el humor es lo único que tenemos.

Gabriel observa a su compañero con acritud, como quien inspecciona una mierda aplastada en la acera: «Veremos qué cara se te queda cuando lleves quince años explotado, mocoso», intuyo que piensa. Tras dos meses de habitar la agencia, soy experta en leer los rostros de los empleados.

Llega su turno. Su cara es un poema: todos han coincidido en que debe aprender a desconectar: «Demasiada dedicación», dicen.

Pasa de uno en uno por sus compañeros y compañeras, sin pena ni gloria… hasta llegar al novato. Ahí me froto las patas: ojalá lo destroce, ojalá le cierre la boca; que lo reviente, y que abandone el edificio entre lágrimas, consciente de su insignificancia.

Gabriel toma aire y dice:

– Daniel, se te ve con ganas, motivado, cargado de energía, pero debes mantenerte en guardia: no dejes que te lo arrebaten. No merece la pena.

¡Qué decepcionante! Odio cuando hacen eso, cuando se tragan sus emociones. Yo portaré salmonela y hepatitis C, pero ellos van cargados de ira, frustración y ansiedad.

Me deslizo entre los cables del rodapié y me adentro en el hormigón, buscando un rincón tranquilo donde asearme. Deslizo las patas delanteras por mis antenas, compulsivamente, una y otra vez. Así estaré horas, hasta sentirme limpia.

Porque lo que esos idiotas ignoran es que el asco es mutuo.

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