Este blog no es mérito mío; en todo caso, es mérito de mi psicóloga.
Por supuesto, en adelante seré yo quien lo nutra, pero jamás lo habría creado de no ser por ella, que me aconsejó que, dado mi «rico mundo interior» —la mitad de él es una cloaca—, debía expresarme más a menudo, en pequeñas cápsulas, siempre que lo sintiera necesario:
«No te limites a la novela: expresa lo que sientes, hazlo a diario si es preciso».
Porque claro, una novela es un monstruo. Me pasé cinco años trabajando en la última, Los años sin dueño (Bala Perdida, 2025): infinitas noches sin dormir, síndrome del impostor, una ligera depresión que ha dejado poso, acompañada de una incombustible crisis existencial.
A quienes nos miran con cara rara cuando decimos ser escritores, los animo a trabajar de ocho a diez horas diarias para ganar un sueldo —el trabajo de mentira que compensa el de verdad— y a sumergirse después en un universo paralelo de chorrocientas páginas a corregir, editar, mejorar, ordenar, arreglar, revisar, magrear… Los botes de calmantes me hacían ojitos; no es victimismo, es un «rico mundo interior».
Soy un cínico, lo sé. Pero tengo sentido del humor y me he curado de humildad a base de escepticismo.
Un pesado como yo, capaz de escribir largas novelas —que apenas nadie está dispuesto a leer, y que terminan en la mitad por exigencia editorial—, debería habituarse a expresar sus ideas de manera más concisa, en pequeñas cápsulas; seguro que eso me hace ser mejor escritor: relatos cortos, artículos de opinión, microrrelatos…
También podría hacerme influencer: reels de no más de veinte segundos, en los que contar una verdad ambigua sin posibilidad de réplica, mendigando en redes sociales la atención de un público ávido de aplaudir a cualquier idiota con buenas consignas —fáciles, en su mayoría.
Escritor mainstream, ese es el camino: versos octosílabos con rima consonante que hablen del amor; pareados mecanografiados —digitalmente— en papel de acuarela.
No, no podría: debo ser coherente conmigo mismo, ya hay demasiada gente así.
Ademas, yo aspiro a explorar los abismos de la gilipollez humana; sus bajezas, mezquindades y miserias.
A mí me la pone dura lo disparatado, lo absurdo, lo hilarante y desbordado de este mundo desquiciado que el artista decorativo se esfuerza en blanquear.
Estoy rabioso: solo puedo actuar de forma rabiosa.
Detesto, entre otras cosas, el carácter complaciente de mi generación; detesto la autocensura, la búsqueda del aplauso, el narcisismo, la necesidad de proyección.
Siento que, al abrazar lo que somos, al exponerlo, reflexionarlo, criticarlo y —si es preciso— caricaturizarlo, combatimos la estupidez intrínseca a nuestra propia naturaleza.
Porque si los malos no son tan malos, ni los buenos cagan flores, entonces, ¿existen los héroes?
Lo de Nada que contar es puramente irónico: soy un cuentista, un charlatán, un mentiroso; en definitiva, un escritor —lo suyo me ha costado llegar a serlo.
Os hablaré de fealdad, de estupidez, de lo engañosa que es la vida, pero lo haré con gracia.
Hablaremos de todo lo malo, y en la conversación habrá destellos de belleza.
Os lo prometo.